08 febrero, 2009

Juan Carlos ONETTI: fragmentos y prosas

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LA PROSA DE ONETTI (Montevideo,1909-Madrid,1994) ES  DEPURADA , SECA Y MUSICAL.

LEYENDO "LOS ADIOSES" SE PALPA LO VERDADERO DE LA LITERATURA CUANDO LA ESCRITURA  SURGE DE LA NECESIDAD  DE SEGUIR EL CAMINO QUE SE ABRE PASO DESDE EL INTERIOR DE LA PROPIA NARRACIÓN.


EL ARTISTA, URUGUAYO, JOAQUÍN TORRES GARCÍA,  FUE CAPAZ DE MOSTRAR
QUE EL  HEMISFERIO SUR, PUDIERA SER  TAMBIÉN NORTE Y  DE SITUAR URUGUAY : CON LAS COORDENADAS ADAPTADAS A ESA POSIBILIDAD : 34º41'N./56º9'W



LOS ADIOSES, Punto de Lectura.p57

" Se sentaron junto a la reja, en la mesa del enfermero, la mesa de los ingleses a fin de año. Pidieron café y coñac, pidió ella, la muchacha, sin apartar los ojos de él. Susurraban frases pero no estaban conversando; yo continuaba detrás del mostrador y el enfermero delante, dándome la espalda, mostrando a la puerta la cara de entendimiento y burla que hubiera querido dirigir a la mesa. El enfermero y yo hablamos del granizo, de un misterio que podía sospecharse en la vida del dueño de El Pedregal, del envejecimiento y su fatalidad; hablamos de precios, de transportes, de aspectos de cadáveres, de mejorías engañosas, de los consuelos que acerca el dinero, de la inseguridad considerada como inseparable de la condición humana, de los cálculos que hicieron los Barroso sentados una tarde frente a un campo de trigo.

Ellos no hacían más que murmurar frases, y esto sólo al principio; ; pero no conversaban: cada uno nombraba una cosa, un momento, construía un terceto de palabras. Alternativamente, respetando los turnos, iban diciendo algo, sin esforzarse, descubriéndolo en la cara del otro, deslumbrados y sin parpadear, con un corto susurro, jugando a quién recordaba más o a quién recordaba lo más importante, despreocupados de la idea de victoria.

No dejé de vigilarlos, pero ni yo ni el enfermero podíamos oírlos. Y cuando andábamos por el reumatismo del dueño de El Pedregal y por el amor exagerado que tenía por los caballos, ellos dejaron de hablar, siempre con las miradas unidas. El enfermero se dio cuenta del silencio o creyó que no era más que una pausa entre las frases con que probaban suerte. Recostado con la cintura en el mostrador, desviando un poco hacia mí la cabeza dirigida a la puerta, dijo:
-Leiva fue una especie de capataz en El Pedregal. Especie, digo. Me imagino que para el gringo no sería más que un sirviente. Lo demás será mentira; pero cuando la potranca se quebró, el gringo la mató de un tiro y aquel día no comieron en la estancia porque el gringo no quiso. Ni en los puestos.

Estaban callados, mirándose, ella boquiabierta; el tipo ya no le acariciaba la mano: había puesto la suya sobre un hombro y allí la tenía, quieta, rígida, mostrándomela.

Seguí hablando para que el enfermero no se volviera a mirarlos; hablé del cuerpo gigantesco del gringo, torcido, apoyado en un bastón; hablé del empecinamiento, hablé del hombre y de la potranca, de la voz extranjera que asestaba, terca, persuasiva, segura del remate inútil, contra la cabeza nerviosa del animal, contra el ojo azorado.
                                                       Joaquín Torres García.


Y ellos estaban mudos y mirándose, a través del tiempo que no puede ser medido ni separado, del que sentimos correr junto con nuestra sangre. Estaban inmóviles y permanentes. A veces ella alzaba el labio sin saber qué hacía; tal vez fuera una sonrisa, o la nueva forma del recuerdo que iba a darle el triunfo, o la confesión total, instantánea de quién era ella."(...)



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