24 diciembre, 2010

John CHEEVER," La Navidad es triste para los pobres"/ I.

La Navidad es triste para los pobres II


.





John Cheever (Massachusetts,1912-Nueva York, 1982)



Se le considera uno de los grandes escritores de EE.UU por la maestría de sus narraciones cortas y la prosa inspirada que le convierten en un clásico contemporáneo.Entre sus cuentos uno de los  más conocidos, El nadador (The Swimmer, 1954), fue llevado al cine en 1968 y permanece como una película memorable por la interpretación de Burt Lancaster y la potente historia  que la sustenta.


La vida literaria de Cheever se inicia con una leyenda, la expulsión del colegio de secundaria, como un Holden Caulfield  avant la lettre, por confusos motivos, puede que por fumar...aunque no está claro.Con la expulsión acabó su vida académica reglada y comenzó un aprendizaje de autodidacta del que se sentía orgulloso; también fue el inició de su vida literaria con el relato The Expelled (Expulsado), basado en los hechos y publicado en The New Republic en 1930.Pero su vida de narrador había empezado antes . Lo cuenta en la entrevista que le hizo The Paris Review en 1976:
"Solía contar historias. Fui a una escuela permisiva llamada Thayerland. Me encantaba contar historias, y si todos hacíamos los cálculos aritméticos -era una escuela muy pequeña -sólo éramos dieciocho o diecinueve estudiantes-, la profesora prometía que yo contaría una historia. Contaba historias por entregas. Era muy astuto por mi parte porque sabía que si no acababa la historia al terminarse el tiempo, que era una hora, entonces todos querrían escuchar el final la siguiente vez."


Sus relatos tienen una precisión casi geométrica, ingenio , talento y un lirismo oculto y amargo de quien cree, como buen expelled que todos los paraísos están perdidos y para siempre; es el estilo que le hizo uno de los autores preferidos del New Yorker, la revista que haría proverbial la calidad de sus colaboradores literarios y que fue la primera en publicar a Nabokov en Estados Unidos.En la interesante entrevista de The Paris Review Cheveer declaraba entre otras cosas sobre su forma de escribir: "No trabajo con tramas. Trabajo con la intuición, la percepción, los sueños, los conceptos".



La Navidad es triste para los pobres, fue publicado en The New Yorker el 24 de diciembre de 1949, y Cheever en sus Diarios habla de él como "un cuento razonablemente divertido".No es su mejor cuento , pero todos los cuentos de Cheever son buenos y es el más adecuado de los suyos para estas fechas , como lo sería Cuento de Navidad si el autor elegido fuera Dickens. Pero aquí no hay ningún Mr. Scrooge ni espíritus, ni ninguna enseñanza moral o si las hay son de clase muy diferente.


Cheever muestra en esta historia, con ironía y hasta un poco de humor y burla amable, la mezcla compleja y contradictoria de que están hechas las acciones y los sentimientos humanos: luces , sombras, mezquindad y altruismo, inocencia y maldad. Una de las características de su lucidez, sombría generalmente, es la captación de los personajes a partir de atisbos , apenas perceptibles del carácter, como si tuviera presente lo que dejó dicho en sus diarios "cuando la autodestrucción entra en el corazón, al principio parece un grano de arena".
Se le relaciona, por su calidad de cuentista con Chéjov , y también posee la afilada penetración psicológica de Dostoievski, y como sucede con el autor de Crimen y castigo,  cuando se le lee ya no le es posible al lector mantener el mismo nivel de autoengaño a que estaba acostumbrado. 
La crítica le considera un escritor "first class", a pesar de que él en sus diarios pusiera amargamente en duda que fuera valorado así y sufriera por ello. En este relato la mirada irónica se desliza -en ascensor- por distintas escalas sociales que practican la generosidad y la bondad a fecha fija marcada por el calendario cristiano- y en muchos aspectos sobreactúan y no salva a nadie aunque se permite momentos de humor y ser menos cáustico de lo que acostumbra; porque después de todo ... es Navidad.






LA NAVIDAD ES TRISTE PARA LOS POBRES

Primera Parte



La Navidad es una fecha triste. La frase acudió a la mente de Charlie un instante después de que el despertador sonara, trayéndole otra vez la depresión amorfa que le había perseguido toda la tarde anterior. Al otro lado de la ventana, el cielo estaba negro. Se sentó en la cama y tiró de la cadenilla de la luz que colgaba delante de su nariz. Navidad es el día más triste del año, pensó. De todos los millones de personas que viven en Nueva York, soy prácticamente el único que tiene que levantarse en la fría oscuridad de las seis de la mañana el día de Navidad; prácticamente el único.
Se vistió, y al bajar las escaleras desde el piso superior de la pensión donde vivía, sólo oyó unos ronquidos, para él groseros; las únicas luces encendidas eran las que se habían olvidado de apagar. Desayunó en un puesto ambulante que no cerraba en toda la noche,y, en un tren elevado, marchó hacia la parte alta de la ciudad. Recorrió la Tercera Avenida hasta desembocar en Sutton Place. El vecindario estaba a oscuras. Los edificios levantaban, a ambos lados de las luces callejeras, muros de ventanas negras. Millones y millones de personas dormían, y aquella pérdida general de consciencia generaba una impresión de abandono, como si la ciudad se hubiera desmoronado, como si aquel día fuese el fin del tiempo.


Abrió las puertas de hierro y cristal del edificio de apartamentos donde trabajaba como ascensorista desde hacía seis meses, cruzó el elegante vestíbulo y entró en el vestidor de la parte trasera. Se puso el chaleco a rayas con botones de latón, un falso foulard, unos pantalones con una franja azul claro en la costura, y una chaqueta. El ascensorista de noche dormitaba en el banquillo dentro del ascensor. Charlie le despertó. El hombre le dijo con voz espesa que el portero de día se había puesto enfermo y que no vendría. Enfermo el portero, Charlie no dispondría de tiempo para almorzar, y muchísima gente le pediría que saliera a buscar un taxi .


Charlie llevaba trabajando unos minutos cuando le llamaron desde el piso catorce. Era un tal Hewing, que - Charlie se había enterado por casualidad- tenía fama de inmoral. Mistress Hewing todavía no se había acostado y entró en el ascensor ataviada con un vestido largo bajo el abrigo de pieles. La acompañaban dos perros de aspecto raro. Él la bajó y miró cómo salía a la oscuridad de la calle y acercaba los perros al bordillo. No estuvo fuera sino unos minutos. Volvió a entrar y él subió con ella otra vez a la planta catorce. Al salir del ascensor, ella dijo:
-Felices Pascuas Charlie.
-Bueno, para mí no es hoy precisamente un día festivo mistress Hewing-dijo él-.Creo que las Navidades son las fechas más tristes del año. Y no es porque la gente de esta casa no sea generosa, quiero decir, recibo muchas propinas, pero, sabe usted, vivo solo en un cuarto de alquiler y no tengo familia ni amistades, o sea, que la Navidad no es para mí una fiesta.

- Lo siento Charlie- dijo mistress Hewing-. Yo tampoco tengo familia. Es bastante triste estar solo ¿verdad?
Llamó a los perros y entró tras ellos en su apartamento. Él volvió a bajar en el ascensor.
Todo estaba tranquilo, y Charlie encendió un cigarrillo. A aquella hora, la calefacción del sótano acompasaba la respiración del edificio con su vibración regular y profunda, y los tétricos ruidos de vapor caliente que despedía la caldera empezaron a resonar primero en el vestíbulo y después en cada uno de los dieciséis pisos. Aquel despertar puramente mecánico no alivió la soledad ni el mal humor del ascensorista. La oscuridad al otro lado de las puertas de cristal se había vuelto azul, pero aquella luz azulada parecía carecer de origen; como surgida en medio del aire. Era una luz lacrimosa, y a medida que iba invadiendo la calle vacía, Charlie tuvo ganas de llorar. Entonces llegó un taxi y los Walser se apearon borrachos y vestidos con trajes de noche, y él los subió al ático. Los Walser le hicieron rumiar la diferencia entre su propia vida en un cuarto de pensión y la vida de la gente que residía allí arriba. Era terrible.

Después empezaron a llamar los que madrugaban para ir a la iglesia, que aquella mañana no fueron sino tres personas. Algunos más salieron hacia la iglesia a las ocho en punto, pero la mayoría de los inquilinos siguió durmiendo, aun cuando el olor a tocino ahumado y café ya penetraba en la caja del ascensor.

Poco después después de las nueve, una niñera bajó con un niño. Tanto ella como él exhibían un bronceado intenso; Charlie sabía que acababan de volver de las Bermudas. Él nunca había estado en las Bermudas. Él, Charlie, era un prisionero confinado ocho horas al día en una caja de dos por dos y medio metros, a su vez confinada en un vano de dieciséis pisos. En un inmueble u otro, llevaba diez años ganándose la vida como ascensorista.
Según sus cálculos, el trayecto promedio venía a tener un octavo de milla, y, cuando pensaba en los miles de millas que había recorrido sin moverse del sitio, cuando se imaginaba a sí mismo conduciendo el ascensor a través de la bruma por sobre el mar Caribe y posándose en una playa de coral de las Bermudas, no atribuía a la naturaleza misma del ascensor la estrechez de sus viajes: para él, los pasajeros eran los culpables de su confinamiento, como si la presión que aquellas vidas ejercían sobre la suya le hubiese cortado las alas.

En todo esto pensaba cuando llamaron los DePaul, que vivían en el piso nueve. Le desearon una Feliz Navidad.
-Bueno, son ustedes muy amables por pensar en mí- les dijo mientras bajaban-, pero para mí no se trata de un día festivo. La Navidad es una fecha triste cuando uno es pobre. Vivo solo en un cuarto de alquiler. No tengo familia.
-¿Con quién va a comer hoy, Charlie? -preguntó mistress DePaul.
-No voy a tener comida navideña -dijo Charlie-. Nada más que un bocadillo.
-¡Oh, Charlie! -Mistress DePaul era una mujer corpulenta, de corazón vehemente, y la queja de Charlie cayó sobre su talante festivo como un súbito chubasco-.Ojalá pudiéramos compartir con usted nuestra comida de Navidad -dijo-. Yo soy de Vermont, sabe, y cuando era niña, ¿me entiende?, solíamos sentar mucha gente a nuestra mesa. El cartero,sabe,y el maestro y cualquiera que no tuviese familia propia, ¿no?, y ojalá pudiéramos compartir nuestra comida con usted, digo, como entonces, y no veo por qué no podemos. No podremos sentarle a nuestra mesa porque no puede usted dejar el ascensor, ¿no es cierto?, pero en cuanto mi marido trinche el pavo, le daré un timbrazo y prepararé una bandeja para usted, ya verá, y quiero que usted suba y comparta, aunque sea así, nuestra comida de Navidad.

Charlie les dio las gracias, sorprendido por tanta generosidad, pero se preguntó si no olvidarían su promesa al llegar los parientes y amigos del matrimonio.
Luego llamó la anciana Mistress Gadshill, y cuando ella le deseó Felices Fiestas, él inclinó la cabeza.
-Para mí no es precisamente fiesta -dijo-. La Navidad es un día triste para los pobres. No tengo familia, ¿sabe? Vivo sólo en una habitación de huéspedes.
-Yo tampoco tengo familia, Charlie -dijo mistress Gadshill. Habló con deliberada amabilidad, pero su buen humor era forzado-. Es decir, hoy no tendré conmigo a ninguno de mis chicos. Tengo tres hijos y siete nietos, pero nadie encuentra manera de venir al Este a pasar las Navidades conmigo. Yo entiendo sus problemas, desde luego. Ya sé que es difícil viajar con niños en vacaciones, aunque yo siempre me las arreglaba cuando tenía su edad, pero la gente tiene distintas formas de ver las cosas, y no podemos juzgarla por lo que no entendemos. Pero sé cómo se siente Charlie. Yo tampoco tengo familia. Estoy tan sola como usted.

El discurso de la anciana no conmovió a Charlie. Sí, quizás estuviera sola, pero tenía un apartamento de diez habitaciones y tres criadas y mucha, muchísima pasta y diamantes por todas partes; y había cantidad de niños pobres en los suburbios que se darían por muy satisfechos si tuvieran ocasión de atrapar la comida que su cocinera tiraba. Entonces pensó en los niños pobres. Se sentó en una silla del vestíbulo y se puso a pensar en ellos.

Ellos se llevaban la peor parte. A partir de otoño comenzaba toda aquella agitación a propósito de las Navidades y de que eran fechas dedicadas a ellos. Después del día de Acción de Gracias, no podían sustraerse a ello. Guirnaldas y adornos por todas partes, campanas repicando, árboles en el parque, Santa Claus en cada esquina y fotos en diarios y revistas, y en todas las paredes y ventanas de la ciudad les anunciaban que los niños buenos tendrían cuanto quisieran. Aunque no supiesen leer sabrían esto. Aunque fuesen ciegos. Estaba en la atmósfera que los pobres críos respiraban. Cada vez que salían de paseo veían todos aquellos juguetes caros en los escaparates; escribían cartas a Santa Claus y sus padres y madres les prometían echarlas al correo, y cuando los niños se habían ido a la cama, las quemaban en la estufa. Y al llegar la mañana de Navidad, ¿cómo explicarles, cómo decirles que Santa Claus sólo visitaba a los niños ricos, que nada sabía de los niños buenos? ¿Cómo mirarles a la cara, cuando todo lo que uno podía regalarles era un globo o un pirulí?.

Al volver a casa unas cuantas noches atrás, Charlie había visto a una mujer y a una chiquilla que bajaban por la calle Cincuenta y nueve. La niña lloraba. Adivinó que estaba llorando, y supo que lloraba porque había visto en los escaparates todos los juguetes de las tiendas y no alcanzaba a comprender por qué ninguno era para ella. Imaginó que la madre era sirvienta, o quizá camarera, y las vio camino de vuelta a una habitación como la suya, con paredes verdes y sin calefacción, para cenar una lata de sopa el día de Nochebuena. Y vio luego cómo la niña colgaba en alguna parte sus raídos calcetines y se quedaba dormida, y vio a la madre buscando en su bolso algo que meter en los calcetines...El timbre del piso once interrumpió su ensoñación.
Subió; míster y mistress Fuller estaban esperando. Cuando le desearon Feliz Navidad, él dijo:
-Bueno, para mí no es precisamente fiesta, mistress Fuller. La Navidad es un día triste cuando uno es pobre.
-¿Tiene usted hijos, Charlie?- preguntó ella.
-Cuatro vivos -dijo él-.Dos en la tumba. -Se sintió abrumado por la majestad del embuste-. Mi mujer está inválida- añadió.
-Qué triste, Charlie -dijo mistress Fuller. Salió del ascensor cuando llegaron a la planta baja, y se dio media vuelta-. Voy a darle algunos regalos para sus hijos, Charlie. Mi marido y yo vamos a hacer una visita, pero cuando volvamos le daremos algo para sus niños.

Él dio las gracias. Luego llamaron del cuarto piso, y subió a recoger a los Weston.
-No es que sea un día festivo para mí -les dijo cuando le desearon Feliz Navidad-. Es una fecha triste para los pobres. Ya ven, yo vivo solo en una pensión.
-Pobre Charlie -dijo mistress Weston-. Sé exactamente cómo se siente. Durante la guerra cuando míster Weston estaba lejos, yo pasé sola las Navidades. No tuve comida navideña, ni árbol ni nada. Me preparé unos huevos revueltos, me senté y ,me eché a llorar.
Su marido, que ya estaba en el vestíbulo, la llamó impacientemente.
-Sé exactamente cómo se siente usted -dijo mistress Weston. (fin de la primera parte/continuará con la segunda y última)


-Segunda Parte, continuación y final del cuento:La Navidad es triste para los pobres II


Otro relato de Cheever, "Una visión del mundo"






John CheeverLa edad de oro. Narradores de hoy. Bruguera