23 marzo, 2014

De Salinger a Hemingway y a Sherwood Anderson: "My Old Man" y "I Want to Know Why"







J.D.Salinger. Una vida oculta  de Kenneth Slawenski, Galaxia Gutenberg   2010

Es  la primera  biografía que se publicó  tras la muerte de Salinger y la más interesante de las publicadas. El autor se ha documentado a fondo sobre la vida del escritor, sus decisivas experiencias en la Segunda Guerra Mundial, las circunstancias creativas y editoriales que rodearon la publicación de sus libros, sus búsquedas en el pensamiento zen o  las consecuencias no deseadas de un éxito desmesurado. Pero además Slawenski por cómo relaciona   datos biográficos y  obras, convierte esta biografía en " un ensayo serio de crítica literaria",tal como señala acertadamente el crítico Javier Aparicio Maydeu.


En la pág 198, se citan unas palabras  de Salinger sobre otro escritor que sirven para iluminar lo que busca en su propio estilo :" no hay emoción oculta en esos relatos. No hay fuego entre las palabras.". 

 En la pág., 266 Slawenski encuentra antecedentes  al narrador adolescente de  El Guardián entre el centeno, -en autores en los que Salinger reconoce su influencia: "La voz de Holden Caufield procede de la narrativa del relato de Hemingway  de 1923 My Old Man, influido a su vez por el mentor de Hemingway, Sherwood Anderson, en particular en su relato de 1920 I Want to Know Why; de este modo, tres generaciones de escritores estadounidenses quedaban inextricablemente unidas". 

Los  relatos de Hemingway y Anderson   leídos a la sombra de Salinger adquieren la  dimensión de tradición  literaria  que  señala Slawenski, que remite en último término al Mark Twain de Huckleberry Finn. Para encontrar el rastro de la voz de Holden Caufield en  El Guardian entre el centeno, publicado en 1951, habrá que   retroceder  hasta 1923 en que  apareció  My Old Man, y continuar hasta 1920 cuando se publicó I Want to Know Why,  sus razonables  y lejanos  gérmenes literarios.



                  I.- Hemingway: "My Old Man"

                           
             


                               

                                                      


                            My Old Man / Mi viejo



Supongo que , visto ahora, mi viejo tenía propensión a engordar, a ser uno de esos hombrecillos gordezuelos que se ven por ahí habitualmente, pero lo cierto es que nunca lo fue, excepto un poco al final, y no fue culpa suya, entonces solo se dedicaba a las carreras de obstáculos , y podía permitirse cargar con más peso. Recuerdo que se ponía un impermeable  encima de un par de jerseys  y por encima aún una gran sudadera , y me hacía correr con él poco antes de mediodía, cuando el sol picaba. Probablemente ya habría hecho un trayecto de prueba con uno de los caballos de Razzo a primera hora de la mañana, después de haber llegado de Turín a las cuatro de la madrugada y de haber ido directamente a los establos en taxi, y luego, con el rocío envolviéndolo todo y el sol todavía saliendo, le habría ayudado a quitarse las botas y a ponerse unas zapatillas de deporte y todos esos suéteres y habríamos salido a correr.
   -Vamos muchacho -me decía, esprintando y frenando sobre las puntas de los pies delante del vestuario del jockey- en marcha. 
Entonces comenzábamos a dar vueltas por la zona interior de la pista, una vez quizá, con él delante, a buen ritmo, y luego nos dirigíamos a la verja y cogíamos una de esas carreteras con árboles a ambos lados y salíamos de San Siro. Cuando llegábamos a la carretera yo iba delante, y podía correr sin ningún problema, y me volvía y él ya había empezado a sudar. Sudaba mucho e iba pisándome los talones con los ojos clavados en mi espalda  y cuando me pillaba mirándole , sonreía y me decía: "Qué manera de sudar, ¿eh?". Cuando mi viejo sonreía, nadie podía evitar sonreír también. Seguíamos corriendo en dirección a las montañas y entonces mi viejo chillaba:  "Hey, Joe!", y yo me volvía y le veía sentado bajo un árbol, en torno al cuello una toalla que se había traído enrollada a al cintura.
   Yo retrocedía y me sentaba a su lado y él sacaba una cuerda del bolsillo y comenzaba a saltar a la comba al sol en medio de una nube de polvo blanco y la cuerda patatí, patatí, pat, pat, pat, y el sol cada vez más caliente, y él saltando cada vez más deprisa o despacio y con todo tipo de filigranas.Deberíais haber visto cómo nos miraban a veces los italianos cuando pasaban a nuestro lado, dirigiéndose a la ciudad con sus grandes bueyes blancos tirando del carro. Desde luego nos miraban como si pensaran que el viejo se había vuelto majara. Comenzaba a hacer girar la cuerda muy deprisa hasta que los italianos se paraban y se lo quedaban mirando, y luego volvían  a poner en marcha los bueyes chasqueando la lengua y pinchándolos con la aguijada. 
Cuando me sentaba a verlo saltar a la comba bajo el sol estoy seguro de que me sentía orgulloso de él. Sin duda era divertido y se ejercitaba con mucha intensidad y acababa saltando a un ritmo regular que le borraba el sudor de la cara como si fuera agua y a continuación colgaba la cuerda del árbol y se me acercaba y se sentaba a mi lado y se reclinaba contra el árbol con la toalla y un jersey envolviéndole el cuello.
   -Te aseguro que se pasa un infierno intentando mantener el peso -decía, y se reclinaba y cerraba los ojos y respiraba larga y profundamente-. No es como cuando eres un chaval.- Luego se ponía en pie y antes de comenzar a enfriarse íbamos corriendo de vuelta a los establos. Así era como lograba mantener el peso. Siempre estaba preocupado. La mayoría de los jockeys son capaces de bajar todo el peso que quieren cabalgando. Un jockey pierde un kilo cada vez que monta, pero mi viejo estaba ya muy enjuto y era incapaz de mantener el peso a raya si no hacía ese ejercicio.
   
   Recuerdo que una vez en San Siro, Regoli, un italiano menudo que corría para Buzoni, cruzó el cercado de entrenamiento y se dirigió al bar en busca de algo fresco; y que se daba golpes en las botas con la fusta tras haberse pesado antes de la carrera, y que mi padre también se había pesado, y salió con la silla bajo el brazo y la cara completamente roja y cansado y con la camisa  que le quedaba pequeña, y se quedó ahí mirando al joven Regoli, que estaba en el bar al aire libre, fresco y con aspecto infantil, y le dije: "¿Qué pasa, papá?, porque pensaba que Regoli le había golpeado o algo parecido, y mi viejo simplemente se quedó mirando a Regoli y dijo: "Oh, a la porra", y se fue al vestuario.
   Bueno, a lo mejor nos habría convenido más quedarnos en Milán y Turín, porque si alguna vez ha habido una carrera fácil, han sido esas dos. "Pianola, Joe", decía mi viejo cuando desmontaba en el compartimiento del ganador después de una carrera de obstáculos que los italianos consideraban endemoniada. Una vez le pregunté:
   -Esta carrera se corre sola. Es la velocidad a la que vas lo que hace que los obstáculos sean peligrosos, Joe. Aquí no hay velocidad, y los obstáculos tampoco son especialmente complicados. Pero siempre es la velocidad, no los obstáculos, lo realmente peligroso.
   San Siro era el mejor hipódromo que he visto, pero mi viejo decía que era una vida de perros. Ir y venir entre San Siro y Mirafiore y tener que hacer el trayecto casi todos los días de la semana y tener que coger el tren nocturno una noche sí y otra no. 
 A  mí también me volvían loco los caballos. Tienen un no sé qué, cuando salen y cruzan la pista hasta el poste de salida. Caminan casi como si bailaran, vigorosos, y el jockey los controla con firmeza y quizá afloja un poco y los deja correr unos metros. Y una vez estaban en la barrera aquello era ya demasiado. Sobre todo en San Siro, con esa gran área interior verde y las montañas a lo lejos y el grueso juez de salida italiano con su gran fusta y los jockeys acariciando a los caballos , y entonces la barrera se levantaba de golpe y sonaba la campana y todos salían al unísono y la columna comenzaba a deshacerse. Ya sabéis cómo es la salida de una carrera de caballos. Si estás en la tribuna con un par de prismáticos todo lo que ves son los caballos que se agitan nerviosos y  la campana que suena y parece que suena durante mil años y entonces aparecen barriendo la cueva. Aunque yo lo veía de manera muy diferente.
   Pero mi viejo me dijo un día, en el vestuario, cuando se estaba poniendo la ropa de calle: "Estos animales no son caballos Joe. En París matarían a esa pandilla de jamelgos y sólo aprovecharían el pellejo y las pezuñas". Ese fue el día que ganó el premio Commercio con Lantorna, a la que hizo salir disparada los cien últimos metros como un corcho expulsado de una botella.
   Fue justo después del premio Commercio cuando nos retiramos y abandonamos Italia. Mi viejo, Holbrook y un gordo italiano que llevaba un sombrero de paja y no dejaba de secarse la cara con un pañuelo, tuvieron una discusión en un mesa de la Galleria. Los tres hablaban en francés y querían convencer a mi viejo de que hiciera algo. Al final mi viejo se quedó callado, mirando fijamente a Holbrook, y los dos siguieron dándole la bulla, primero el uno y luego el otro, y el gordo italiano siempre interrumpía a Holbrook.
   -Ve a comprarme el Spotsman, ¿te importa, Joe?  -dijo mi viejo, y me entregó un par de soldi sin apartar la mirada de Holbrook. 
 De modo que salí de la Galleria y fui delante del Scala y compré un periódico, y al volver me quedé un poco apartado de los tres porque no quería entrometerme y mi viejo estaba reclinado en su silla con la mirada fija en el café y jugueteando con una cucharilla, y Holbrook y el italiano grande estaban de pie, y el italiano grande se secaba la cara y negaba con la cabeza. Y me acerqué y mi viejo actuó como si aquellos dos no estuvieran presentes y dijo: "¿Quieres un helado, Joe?". Holbrook bajó la mirada hacia mi viejo y dijo de manera lenta y pausada: "Hijo de puta", y él y el italiano gordo se alejaron entre las mesas.
   Mi viejo se quedó allí sentado y medio me sonrió, pero tenía la cara pálida y era como si tuviera unas náuseas de mil demonios  y yo también sentí náuseas porque me di cuenta de que algo había ocurrido, y no entendía cómo alguien podía llamar hijo de puta a mi viejo e irse como si tal cosa. Mi viejo abrió el Sportsman y se pasó un rato estudiando los hándicaps y luego dijo: "En este mundo hay que tragar mucha quina, Joe". Y tres días más tarde nos fuimos de Milán para siempre en el tren de Turín a París, después de subastar delante de los establos de Turner todo lo que no nos cabía en un baúl y una maleta.   
Llegamos a París una mañana temprano y aparecimos en una estación sucia y alargada que mi viejo me dijo era la Gare de Lyon. Viniendo de Milán , París era una ciudad grande y horrible. En Milán  tienes la impresión de que todos van a alguna parte y que todos los tranvías van a alguna parte y no hay ningún tipo de confusión, mientras que en París todo es un follón y nunca te aclaras. De todos modos, al final llegó a gustarme un poco, y desde luego tiene los mejores hipódromos del mundo. Da la impresión de que eso sea lo que mantiene a la ciudad en  movimiento, y casi lo único en lo que puedes confiar es que cada día los autobuses irán a cualquier hipódromo donde haya una carrera, atravesarán lo que sea para llegar a su destino. Nunca llegué a conocer bien París, porque tan solo iba una o dos veces por semana con mi viejo desde Maisons, y él siempre se sentaba en el café de la Paix, en el lado de la Opéra, con el resto de la pandilla de Maisons, y me imagino que es una de las zonas más concurridas de la ciudad. Pero desde luego parece raro que una ciudad como París no tuviera una Galleria, ¿no? 
Bueno, pues nos fuimos a vivir a Maisons-Laffite, donde vive casi todo el mundo a excepción de la pandilla de Chantilly, en la pensión de una tal señora Meyers. Maisons es casi el lugar más fantástico para vivir que he visto en mi vida. La población no vale gran cosa, pero hay un lago y un bosque fantástico al que solíamos ir a holgazanear todo el día unos cuantos chavales, y mi viejo me hizo un tirachinas y pillamos muchas cosas, pero la mejor fue una urraca. Un día el joven Dick Atkinson cazó un conejo con ella y todos nos sentamos debajo de un árbol y Dick tenía algunos cigarrillos y de repente el conejo pegó un salto y se escabulló entre la maleza y lo perseguimos pero no pudimos dar con él. Caramba, qué bien lo pasamos en Maisons. La señora Meyers me daba el almuerzo por la mañana y me pasaba el día fuera. Aprendí a hablar francés rápidamente. Es un idioma fácil.    
En cuanto llegamos a Maisons mi viejo escribió a Milán para solicitar su licencia, y estuvo bastante preocupado hasta que llegó.Solía sentarse en el café París de Maisons con la pandilla, un nutrido grupo que había conocido cuando montaba en París, antes de la guerra, cuando vivía en Maisons, y tenía mucho tiempo para pasarlo en el café, pues el trabajo en los establos de los caballos de carreras, para un jockey al menos, se acababa a las nueve de la mañana. Sacaban al primer grupo de caballos a galopar a las cinco y media de la mañana y trabajaban con el segundo a las ocho. Eso significa que te tienes que levantar tempranísimo y acostarte también  tempranísimo. Y si además un jockey corre para alguien, no puede irse por ahí a emborracharse, porque el entrenador no le pierde de vista  si es un chaval, y si ya no es un chaval siempre se vigila a sí mismo. De manera que cuando un jockey no está trabajando se sienta en el café de París con la pandilla y se pasan dos o tres horas allí sentados delante de, pongamos, un vermut con soda, y hablan y cuentan historias y juegan a billar y es como una especie de club o como la Galleria de Milán. Solo que no es como la Galleria porque allí continuamente pasa gente y están las mesas siempre ocupadas. 
Bueno, al final mi viejo consiguió la licencia. Se la enviaron sin más comentarios y corrió un par de veces, Amiens, el interior del país y ese tipo de cosas, pero no parecía conseguir ningún contrato. Todo el mundo le apreciaba, y siempre que yo entraba en el café, a mediodía, me encontraba a alguien bebiendo con él, pues mi viejo no era agarrado como casi todos esos jockeys que conservan el primer dólar que ganaron corriendo en la Exposición Internacional de Saint Louis de 1904. Eso era lo que mi viejo decía cuando se metía con George Burns. Pero daba la impresión de que nadie quisiera dejarle montar ningún caballo, a mi viejo.
   Cada día cogíamos el coche e íbamos a donde hubiera carreras, y eso era lo más divertido de todo. Me alegraba cuando los caballos volvían de pasar el verano de Deauville. Aun cuando eso  significara dejar de vagar por el bosque, pues entonces nos íbamos a Enghien o Tremblay o Saint Cloud y los mirábamos desde la tribuna de los entrenadores y los jóqueys. Todo lo que aprendí de las carreras de caballos lo aprendí de ir con la pandilla y lo divertido era ir todos los días.
   Me acuerdo de una vez en Saint Cloud. Era una carrera de doscientos mil francos con siete participantes y Kzar era el gran favorito. Me acerqué hasta la zona de entrenamiento para ver a los caballos con mi viejo y te juro que nunca los he visto iguales. Kzar es un gran caballo amarillo que parece hecho para correr. Nunca he visto nada parecido. Lo paseaban por el cercado de entrenamiento  y cuando me pasó por el lado me sentí como vacío por dentro al verlo tan hermoso. Nunca hubo un caballo de carreras tan maravilloso, tan enjuto, tan hecho para correr. Y se paseaba por el cercado caminando de una forma tan serena y pausada, con mucha tranquilidad, como si supiera lo que tenía que hacer, sin dar sacudidas  ni ponerse de manos ni desorbitar los ojos como esos jamelgos a los que acaban de dopar. Había tanta gente que no pude volver a verlo, , sólo sus patas caminando y un trozo de amarillo. Mi viejo echó a andar entre el gentío y yo le seguí hasta el vestuario de los jóqueys, que estaba entre los árboles, y allí también había mucha gente, pero el hombre que estaba en el a puerta con un sombrero hongo saludó con la cabeza a mi viejo y entramos y todo el mundo estaba sentado vistiéndose y poniéndose la camisa por encima de la cabeza y colocándose las botas, y había un olor caliente a sudor y linimento y fuera la multitud se apiñaba para verlos por la ventana.
   Mi viejo se acercó a George Gardner, que se estaba poniendo los pantalones, y se sentó a su lado.
   -¿Algún soplo, George? -dice con una voz de lo más normal porque no sirve de nada andarse por las ramas, pues George o lo podía decir o no podía.
  -No ganará -dice George con voz muy baja, inclinándose hacia delante y abotonándose los pantalones.
   -¿Quién ganará? -dice mi viejo, acercándose a George para que nadie pudiera oírle.
   -Kircubbin -dice George-, y si gana guárdeme un par de boletos.
   Mi viejo dice algo a George con voz normal y George dice:
   -Nunca apuestes por nadie que yo te diga- en broma, y salimos y atravesamos la multitud que estaba mirando, rumbo a la máquina de apuestas de cien francos. Pero yo sabía que algo gordo se estaba cociendo, porque George es el jockey de Kzar. Por el camino mi viejo coge una de esas hojas amarillas que indican cómo van las apuestas de salida y Kzar sólo se paga 5 a 10, Cefesidote es el siguiente y está 3 a 1, y el quinto en la lista es Kicubbin que está 8 a 1. Mi viejo apuesta cinco mil a Kircubbin ganador y mil colocado y volvemos a la tribuna, subimos las escaleras y buscamos un lugar desde el que ver la carrera.
 
                                                      
 Estábamos de lo más apretados, primero apareció un hombre con una levita larga y un sombrero alto y gris con una fusta doblada en la mano, y luego los caballos uno tras otro, con los jóqueys montados y un mozo de cuadra a cada lado sujetando la brida y caminado a su lado. El primero en salir fue la imponente figura amarilla de Kzar. La primera vez que lo veías no parecía tan grande, hasta que te fijabas en la longitud de sus piernas y en su complexión y en su manera de moverse. Caramba, jamás vi un caballo igual. George Gardner lo montaba y se movían lentamente detrás del viejo del sombrero alto y gris que caminaba como si fuera el maestro de ceremonias de un circo. Detrás de Kzar, avanzando suavemente y amarillo al sol, había un hermoso caballo negro con una hermosa cabeza, montado por Tommy Archibald; y detrás del negro venía una hilera de cinco caballos más, todos moviéndose lentamente, como en una procesión, al pasar junto a la tribuna y el pesage.Mi viejo dijo que el negro era Kircubbin, y yo le eché un buen vistazo y parecía un caballo magnífico, desde luego, pero nada que ver con Kzar.
   Todo el mundo vitoreó a Kzar cuando pasó y no hay duda que era un caballo de primera. La procesión pasó por el otro lado, por delante de la pelouse, y luego regresó al extremo más cercano de la pista y el maestro de ceremonias hizo que los mozos de cuadra soltaran a los caballos para que pudieran galopar junto a las tribunas mientras se dirigían a la línea de salida, y se les pudo ver a lo lejos avanzando en grupo por la zona interior de la pista, tomando la primera curva como si fueran caballitos de juguete. Yo los observaba con los prismáticos y Kzar iba bastante rezagado y uno de los bayos marcaba el ritmo. Pasaron por delante de nosotros y Kzar seguía a la cola y Kircubbin delante corriendo con bastante soltura. Caramba, es tremendo cuando pasan a tu lado y luego los ves alejarse y se van haciendo cada vez más pequeños y vuelven a estar agrupados en las curvas y luego se dirigen a la recta y te entran ganas de decir palabrotas y maldecir o algo peor. Por fin tomaron la última curva y llegaron a la recta con ese Kircubbin encabezando la carrera. Todo el mundo parecía desconcertado y decían "Kzar" pero sin energía y los caballos resonaban cada vez más cerca en la recta, y entonces algo asomó en grupo dentro de mis prismáticos, una especie de mancha amarilla en forma de cabeza de caballo y todos comenzaron a chillar "Kzar" como si se hubieran vuelto locos. Kzar iba más deprisa de lo que yo había visto en mi vida y se acercaba a Kircubbin, que iba todo lo veloz que puede ir un caballo negro con un jóquey arreándole con la fusta con todas sus fuerzas, y durante un segundo estuvieron cuello con cuello, pero Kzar parecía ir el doble de rápido con esas descomunales zancadas y la cabeza echada hacia delante...pero fue mientras iban cuello con cuello cuando pasaron por delante del poste de llegada y enseguida aparecieron los números de los ganadores el primero fue el 2, lo que significaba que había ganado Kircubbin.
   
Estaba temblando y me sentía muy raro por dentro, luego nos quedamos atrapados entre la multitud que subía las escaleras hasta llegar delante del tablero que indicaba cuanto se pagaba por Kircubbin. La verdad es que mientras miraba la carrera me había olvidado de cuánto había apostado mi padre por Kircubbin. Yo deseaba con todas mis fuerzas que ganara Kzar. Pero ahora que todo había acabado era estupendo saber que teníamos el ganador.
-¿No ha sido una buena carrera, papá? -le dije.
Me miró con un aire divertido, con su bombín echado para atrás.
-George Gardner es un jockey fenomenal para impedir que gane Kzar.
Naturalmente, desde el principio supe que había gato encerrado. Pero que mi viejo me lo dijera con tanto descaro le quitó para mí toda la gracia, y ya no volví a encontrársela, ni siquiera cuando en el tablón colocaron los números y sonó la campana para ir a cobrar y vimos que Kircubbin se pagaba 67,5 a 10. Todo el mundo iba diciendo: "Pobre Kzar! ¡Pobre Kzar!". Y me dije: "Ojalá fuera jockey y pudiera montarlo en lugar de ese hijo de puta". Y fue muy raro que llamara a George Gardner hijo de puta, porque siempre me había caído bien y además nos había dado el nombre del ganador, pero supongo que en el fondo eso es lo que es.
Después de la carrera mi viejo tenía un montón de dinero y me llevó a París más a menudo. Si había carreras en Tremblay , pedía que lo dejaran en la ciudad de vuelta a Maisons, y él y yo nos sentábamos en el café de la Paix y mirábamos pasar la gente. Era curioso estar sentado allí. Por allí pasaban riadas de gente y se te acercaban todo tipo de individuos que querían venderte algo, y a mí me encantaba estar sentado allí con mi viejo.Fue la época en que más nos divertimos. Se nos acercaban unos tipos que vendían unos curiosos conejos que saltaban si apretabas una perilla de goma, y venían y mi viejo bromeaba con ellos. Hablaba el francés tan bien como el inglés y aquellos tipos lo conocían porque siempre se reconoce a los jockeys, y además siempre nos sentábamos en la misma mesa y estaban acostumbrados a vernos allí. Había tipos que vendían documentos matrimoniales y chicas que vendían huevos de goma que cuando los apretabas salía un gallo, y había un tipo que parecía una lombriz y que llevaba postales de París que enseñaba a todo el mundo, y naturalmente nadie le compraba nunca, y entonces regresaba y te mostraba las que estaban debajo, y eran postales guarras y mucha gente curioseaba y compraba alguna. 
Caramba, me acuerdo de toda la gente rara que pasaba por ahí. A la hora de cenar se acercaban chicas que buscaban a alguien que las invitara, y hablaban con mi viejo y le gastaban alguna broma en francés y me daban una palmadita en la cabeza y seguían su camino. Recuerdo una vez a una mujer americana sentada con su hija en la mesa de al lado y las dos comían helado y yo no dejaba de mirar a la chica y era tremendamente guapa y yo le sonreía y ella me sonreía pero eso fue todo lo que pasó porque luego yo la buscaba a ella y a su madre cada día e imaginaba lo que le diría y me preguntaba si de llegar a conocerla su madre me permitiría llevarla a pasear a Auteuil o a Tremblay pero jamás volví a ver a ninguna de las dos. De todos modos, supongo que tampoco habría servido de nada, porque al recordarlo me viene a la cabeza que pensaba que la mejor manera de abordarla sería decirle: "Perdone, ¿quiere que le de el nombre de algún ganador en las carreras de Enghien de hoy?", y después de eso a lo mejor habría pensado que yo era uno de esos que vendían pronósticos en lugar de alguien que quería ofrecérselo gratis. 
Nos sentábamos en el café de la Paix, mi viejo y yo, y teníamos mucho ascendiente con el camarero porque mi viejo bebía whisky, que costaba cinco francos, lo que significaba una buena propina cuando se contaban los platillos. Nunca le había visto beber tanto como entonces, pero en aquella época no corría, y además decía que el whisky le ayudaba a mantener el peso. Pero yo observaba que estaba engordando. Se distanció de su antigua pandilla de Maisons y parecía que lo único que le gustaba era estar sentado en el bulevar conmigo. Pero cada día gastaba dinero en las carreras. Cuando acababa la última carrera, si aquel día había perdido, se sentía compungido, y no se le pasaba hasta que se sentaba a la mesa y se tomaba su primer whisky.
Estaba leyendo el París-Sport y me miraba y decía:
-¿Dónde está tu novia, Joe? -para meterse conmigo, por lo que le había contado de la chica de la mesa de al lado. Y yo me ponía rojo, pero me gustaba que me tomara el pelo sobre el asunto. Me hacía sentirme bien-, Mantén los ojos abiertos -decía-, volverá.
Me hacía preguntas, y cuando yo le contestaba se reía de algunas cosas que le decía.. Y entonces se ponía a hablarme de cualquier cosa. De que había corrido en Egipto, o en Saint Moritz con la pista cubierta de hielo, antes de que muriera mi madre, y de la época de la guerra, cuando solía haber carreras sin premio en el sur de Francia, o de las apuestas, o de la gente que pasaba, o de cualquier cosa para que no decayera la conversación.De las carreras en que los jockeys hacían correr los caballos a toda leche. Caramba, podía pasarme horas escuchando a mi viejo, sobre todo cuando se había tomado un par de copas. Me hablaba de cuando era niño en Kentucky e iba a cazar mapaches, y de los buenos tiempos en Estados Unidos, antes de que todo se fuera al garete. Y me decía: "Joe, si algún día pillamos una buena apuesta, volverás a Estados Unidos e irás ala escuela".
-¿Por qué tengo que volver para ir a la escuela si dices que todo se ha ido al garete? -le preguntaba.
-Eso es distinto -me decía, y llamaba al camarero y pagaba la pila de platillos y cogíamos un taxi hasta la Gare Saint Lazare y nos subíamos al tren con dirección Maisons.
Un día en Auteuil, tras una de esas carreras de obstáculos en las que después se vende a los caballos, mi viejo compró el ganador por treinta mil francos. Tuvo que pujar un poco para conseguirlo, pero finalmente el establo dejó ir al caballo y en una semana mi viejo obtuvo su permiso y sus colores.Caramba, qué orgulloso me sentía de que mi viejo fuera propietario. Arregló con Charles Drake tener su propio espacio en el establo, y dejó de ir a París y comenzó a ir a correr y a sudar otra vez, y él y yo éramos todo el equipo del establo. Nuestro caballo se llamaba Gilford, era de raza irlandesa y sabía saltar bien y con estilo. Mi viejo pensaba que entrenarlo y montarlo él mismo era una buena inversión. Yo estaba orgulloso de todo aquello, y Gilford me parecía tan buen caballo como Kzar. Era un buen saltador, sólido, un bayo muy veloz en el llano, si le pedías que lo fuera, y también tenía muy buena estampa.
Caramba, qué orgulloso estaba de él. La primera vez que corrió con mi viejo encima acabó tercero en una carrera de obstáculos de dos mil quinientos metros, y cuando mi viejo se bajó del animal, todo sudoroso y feliz en el compartimiento de la caballeriza, y entró a pesarse, me sentí tan orgulloso de él como si fuera la primera vez que quedaba colocado. Ya veis, cuando alguien lleva tiempo sin correr se te hace difícil creer que haya corrido alguna vez. Ahora todo era diferente, porque cuando estábamos en Milán ni siquiera las grandes carreras parecían importarle a mi viejo, cuando ganaba no se entusiasmaba ni nada, y ahora yo no podía dormir la noche antes de la carrera, y sabía que mi viejo también estaba entusiasmado, aun cuando no lo demostrara. Cuando montas tu propio caballo todo es completamente distinto.
                                                      
La segunda vez que Gilford y mi viejo corrieron era un domingo lluvioso, en Auteuil, en el Prix du Marat, un carrera de obstáculos de cuatro mil quinientos metros. En cuanto mi viejo se fue subí corriendo a la tribuna con los prismáticos nuevos que él me había comprado para que mirara la carrera. Salían del otro extremo de la pista, y en la barrera había algún problema. uno con anteojeras estaba armando mucho alboroto y encabritándose y una vez rompió la barrera, pero pude ver a mi viejo vistiendo nuestra chaqueta negra, con una cruz blanca y una gorra negra, sentado sobre Gilford y dándole palmaditas. Entonces salieron de golpe y se perdieron detrás de los árboles y corrieron y corrieron pies para qué os quiero y las ventanillas donde se vendían las apuestas se cerraron de golpe. Caramba, estaba tan emocionado que me daba miedo mirar, pero enfoqué los prismáticos al lugar por el que sabía que saldrían de entre los árboles y cuando salieron, con la chaqueta negra ocupando el tercer lugar, todos saltaron sobre el obstáculo como pájaros.Luego los perdimos otra vez de vista y se acercaron entre el resonar de los cascos colina abajo y todos corrían de maravilla, con qué facilidad, y saltaron la cerca en grupo y se alejaron de nosotros sin separarse. Iban tan apretados y con el paso tan sincronizado que parecía que pudieran caminar sobre sus espaldas y cruzar de un lado a otro. Entonces llegó el momento de sortear el doble seto y alguien se cayó. No pude ver quien era , pero al cabo de un minuto el caballo estaba de pie y galopaba suelto, y los competidores aún agrupados, doblaban la larga curva a la izquierda que enfilaba hacia la recta. Saltaron la tapia de piedra y recorrieron apretados la recta hacia la gran ría que quedaba justo a la derecha de la tribuna. Los vi venir y le chillé a mi viejo cuando pasaron por delante, y él lideraba la cabeza por un cuerpo e iba tomado distancia, ligero como un mono, todos cada vez más cerca de la ría. Saltaron juntos el gran seto de la ría y hubo una colisión, y dos de los caballos salieron del obstáculo de lado, y siguieron corriendo, y los otros tres quedaron amontonados.                                                   
No veía a mi viejo por ninguna parte. un caballo que estaba de rodillas se levantó y el jóquey agarró la brida y lo montó y se fue a toda velocidad por si podía llegar el tercero. el otro caballo se había levantado y se alejaba, solo, sacudía la cabeza y galopaba con la rienda colgando, y el jóquey se fue trastabillando a un lado de la pista hasta quedar apoyado contra la cerca. A continuación Gilford rodó a un lado hasta apartarse de mi padre, se puso en pie y echó a correr sobre tres patas, con la delantera izquierda inerte, y ahí estaba mi padre, echado sobre la hierba boca arriba y con un lado de la cabeza cubierto de sangre. Bajé corriendo la tribuna y me topé con el gentío. Llegué a la barandilla y un policía me agarró y me sujetó y dos camilleros grandes iban a recoger a mi padre y al otro lado de la pista vi tres caballos, ahora ya uno tras otro, saliendo de los árboles y sorteando el obstáculo.   
Mi viejo  estaba muerto cuando lo trajeron, y mientras el médico le escuchaba el corazón con un trasto metido en las orejas oí un disparo en la pista que significaba que habían sacrificado a Gilford. Me derrumbé junto a mi viejo y cuando entraron la camilla en la habitación del hospital, y me agarré a la camilla y lloré y lloré, y se le veía tan blanco y ausente y tan terriblemente muerto y no pude evitar pensar que si mi viejo había muerto quizá no hubiera hecho falta sacrificar a Gilford. Quizá se le hubiera curado la pata. No lo sé. Yo quería muchísimo a mi viejo.
   Luego entraron dos tipos y uno de ellos me dio unas palmaditas en la espalda y luego se acercó a mi viejo y le echó un vistazo y luego extendió una sábana del catre y lo cubrió; el otro había llamado por teléfono  y en francés daba instrucciones para que mandaran una ambulancia para llevarlo a Maisons. Yo no podía dejar de llorar, lloraba , y como me ahogaba, y George Gardner entró y se sentó a mi lado y me rodeó con sus brazos y me dijo:
   -Vamos, Joe, muchacho. Levántate y salgamos a esperar a la ambulancia.
   George y yo salimos a la verja y yo intentaba dejar de berrear y George me limpió la cara con el pañuelo y nos quedamos un poco atrás mientras un gentío salía por la verja. Dos tipos se detuvieron junto a nosotros mientras esperábamos a que el gentío saliera por la puerta y uno de ellos contaba unos fajos de boletos de apuestas y dijo:
   -Bueno, Butler ya ha tenido lo suyo.
   El otro dijo:
   -Me importa un pito lo que le haya pasado al muy ladrón. Lo tenía bien merecido por los tejemanejes que se traía.
   -Ya lo puedes decir- dijo el otro, y rompió en dos el fajo de boletos.
   Y George Gardner me miró para ver si había oído lo que decían, y yo lo había oído y él dijo:
   -No escuches a estos dos mangantes, Joe. Tu viejo era un gran tipo.
   Pero no lo sé. Parece que cuando se ponen, acaban despellejando a cualquiera.
  



Ernest Hemingway, Cuentos, Lumen, 2007

                                   


    

II.- Sherwood Anderson: "I Want to Know Why"



 Sherwood Anderson , (Camden, Ohio1876-1914). Utilizó un  lenguaje  a la vez literario y popular y con él  modernizó el cuento estadounidense. Él y  Chéjov son inspiradores de narradores como Hemingway, Carver y Tobias Wolff, entre otros. Slawevsky recuerda que fue mentor de Hemingway y quien  le recomendó a Gertrude Stein cuando fue a París.
 Cuenta historias que  se desarrollan en el medio Oeste en  torno a su Ohio natal y están protagonizadas por gentes sencillas en un mundo agitado por la industrialización. Y para Cesare Pavese  en la década de 1880 la industrialización atraviesa Estados Unidos como un ciclón que barre y transforma las viejas costumbres y "los cerrados y murmuradores puebluchos", como Camden, en centros humeantes y ruidosos en un proceso de urbanización acelerado . En    Quiero saber por qué, se aproxima  a la compleja psicología adolescente, con  aguda percepción, afinada sensibilidad  y la   emoción sincera   que Salinger pudo encontrar   tan atrayente como  belleza  de lo verdadero.

                                            
                                          

                                                I Want to Know Why / Quiero saber por qué

Aquel primer día en el Este nos levantamos a las cuatro de la mañana. La tarde anterior nos habíamos apeado de un tren de mercancías en el límite de la ciudad y gracias al instinto certero de los muchachos de Kentucky dimos con el camino a la pista y los establos a la primera. Entonces supìmos que lo íbamos a pasar bien. Inmediatamente, Hanley Turner encontró a un negro que conocíamos. era Bildad Johnson, un tipo que en invierno trabaja en las caballerizas de Ed Becket, en Beckersville, nuestro pueblo. Al igual que casi todos nuestros  negros , Bildag es un buen cocinero y por supuesto, como a todo aquel que es alguien en nuestra región de Kentucky, le gustan los caballos. En primavera, Bildag se busca la vida por ahí. Un negro de nuestras tierras es capaz de engatusar a cualquiera para que le deje hacer lo que le venga en gana. Bildag embauca a los tipos de los establos y a los criadores de caballos de nuestra zona, en los alrededores de Lexington. Al atardecer, los criadores van pasar el rato al pueblo, a charlar y quizá echar alguna partida de póquer. Bildad les acompaña. Siempre anda haciendo pequeños favores o hablando de comida, pollo dorado a la cazuela, o cuál es la mejor forma de cocinar boniatos y pan de maíz.Se te hace la boca agua con solo escucharlo.
    
Cuando comienza la temporada de las carreras y empiezan a llegar los caballos, y en  la calle no se habla más que de los potros nuevos, y todo el mundo te cuenta cuándo se irá a Lexington o a las carreras de primavera de Churchill Downs o a Latonia, y los jinetes que andaban por Nueva Orleans o tal vez en las carreras de La Habana, en Cuba, regresan a casa para pasar una semana antes de volver a partir, en ese momento, cuando en Beckersville solo se habla de caballos, aparece Bildad con un trabajo de cocinero para alguna cuadrilla. A menudo, cuando pienso que no se pierde ni un día de la temporada de carreras y luego, en invierno, trabaja en las caballerizas donde están los caballos y donde a los hombres les gusta ir y hablar de caballos, me doy cuenta de que me gustaría ser negro. Es una locura, pero así soy yo con los caballos, un loco. No puede evitarlo.
   Bueno, tendré que contarles lo que hicimos e introducirles en el asunto del que hablo. A cuatro chicos de Beckersville, todos blancos e hijos de hombres que llevan una vida ordenada en Beckersville, se nos metió en la cabeza que iríamos a las carreras, y no solo a Lexington o a Louisville, no, quiero decir a la gran carrera del Este de la que siempre habíamos oído hablar a los hombres de Beckersville a Saratoga. Por entonces éramos todos muy jóvenes. Yo acababa de cumplir los quince y era el mayor de los cuatro. El plan era mío. Lo admito, yo convencí a los demás para que lo intentáramos. Éramos Hanley Turner, Henry Rieback, Tom Tumberton y yo. Tenía treinta y siete dólares que había ganado durante el invierno trabajando por las noches y los sábados en el almacén de Enoch Myer. Henry Rieback tenía once dólares y los demás, Hanley y Tom, tenían solo un dólar o dos cada uno. Lo dejamos todo listo y luego no hicimos nada hasta que hubieron terminado los eventos de primavera en Kentucky y algunos hombres del pueblo, los más deportistas, los que más envidiábamos, se hubieron largado. Entonces también nos largamos nosotros.   No voy a contarles los problemas que tuvimos para conseguir transporte ni nada de eso. Atravesamos Cleveland, Buffalo y otras ciudades, y vimos las cataratas del Niágara. allí compramos algunas cosas, recuerdos, cuchillas, postales y conchas con dibujos de las cataratas para nuestras hermanas y madres, pero pensamos que sería mejor no enviar nada. no queríamos poner a nadie sobre nuestra pista y que quizá nos pillaran.   Como he dicho llegamos a Saratoga de noche y fuimos a la pista. Bildad nos dio de comer. Nos indicó un lugar para dormir en una cabaña, sobre el forraje, y nos prometió que no abriría la boca. Los negros son de fiar en cosas de este tipo. No se chivan. Seguro que si te cruzaras con un blanco después de escaparte de casa de ese modo, te parecería que se porta muy bien y te daría medio dólar o un cuarto o algo así, pero luego iría derecho a entregarte.
 Son de fiar. Se comportan con decencia, sobre todo con los muchachos. No sé por qué.   En la carrera de Saratoga de aquel año había un montón de hombres de nuestro pueblo. Dave Williams, Arthur Mulford, Jerry Myers y otros. También había muchos de Louisville y Lexington a los que Henry Rieback conocía, pero yo no. Eran jugadores profesionales, igual que el padre de Henry Rieback. Es lo que se llama un  mozo de apuestas y la mayor parte del año la pasa en las carreras. En invierno, cuando está en su casa de Beckersville, tampoco se queda demasiado, va de una ciudad a otra apostando a las cartas. Es un hombre amable y generoso, siempre le envía regalos a Henry, una bicicleta, un reloj de oro, un uniforme de boy scout y cosas así.   Mi padre es abogado. No está mal, pero no gana mucho dinero y no puede comprarme nada; de todos modos me he hec ho ya tan mayor que ni siquiera lo espero. Nunca me dijo nada en contra de Henry, pero los padres de Hanley Turner y Tom Tumberton sí lo hicieron. Les dijeron a sus chavales que el dinero que se consigue así no es bueno y que no querían que sus hijos crecieran escuchando historias de jugadores ni pensando en ese tipo de cosas o tal vez haciéndolas.   Bueno, está bien, y supongo que los hijos saben de lo que hablan, pero no veo qué tiene eso que ver con Henry o con los caballos. por eso escribo esta historia. Estoy confundido. Me estoy haciendo un hombre y quiero pensar bien las cosas y ser un buen tío, y hay algo que vi en la carrera de laq competición del Este que no consigo entender.   No puedo evitarlo, los caballos purasangre me vuelven loco. Siempre fue así. Cuando tenía diez años y me di cuenta de que estaba creciendo demasiado para convertirme en jinete, me dio tanta pena que casi me muero. Harry Hellinfinger, de Beckersville, el hijo del jefe de correos, salió demasiado vago para trabajar, pero le gusta andar por ahí gastando bromas a los muchachos, mandarlos a la ferretería a buscar taladros para hacer agujeros cuadrados y cosas por el estilo. Una vez me gastó una a mí. Me dijo que si me comía medio cigarro me quedaría enano, ya no crecería y tal vez podría llegar a ser jinete. Lo hice. Cuando mi padre no miraba le robé un cigarro del bolsillo y me lo zampé no sé cómo. Me puse terriblemente enfermo y tuvieron que llamar al médico, y además no funciono. Fue una broma. Finalmente confesé qué había hecho y por qué. La mayoría de los padres me hubieran dado una tunda, pero el mío no.    Y bien, ni me quedé enano ni acabé muerto. Eso también fue bueno para para Harry Hellinfinger. Entonces se me metió en la cabeza que quería ser mozo de cuadras, pero también tuve que renunciar. Ese trabajo lo suelen hacer los negros y sabía que mi padre no me iba a dejar. Inútil preguntárselo.   Si no les vuelven locos los purasangre, es porque no han estado en un lugar donde haya muchos y nada que los supere. Son hermosos. No hay nada tan adorable, limpio, con tantas agallas, tan honesto y tan todo como algunos caballos de carreras. En las grandes granjas de caballos que hay por los alrededores de Beckersville hay pistas, y los caballos corren desde muy temprano. Más de mil veces me he levantado antes del amanecer y he caminado dos o tres millas hasta esas pistas.Mi madre nunca me lo hubiera permitido, pero mi padre siempre decía "Déjalo". Así que cogía un poco de pan del cesto, algo de mantequilla y jamón, lo engullía y me largaba.    En la pista primero te sientas en la barrera junto a los hombres, blancos y negros, que hablan y mastican tabaco, y luego salen los potros. Es temprano y la hierba está cubierta de rocío. en el campo de al lado hay un hombre arando, y el resto fríe comida en la cabaña donde duermen los negros de las carreras, y ya se sabe lo que un negro puede llegar a reír por reír, a morirse de risa, y a decir cosas que te hagan reír. Un blanco no sabría, y algunos negros tampoco, pero un negro de las carreras es así todo el tiempo.   De modo que sacan a los potros, y algunos los montan los mismos mozos, pero casi cada mañana, en las grandes pistas propiedad de tipos ricos que tal vez vivan en Nueva York, hay siempre, casi cada mañana , unos cuantos potros, algunos viejos caballos de carreras, castrados y yeguas que andan por ahí sueltos.   Se me hace un nudo en la garganta cuando corre un caballo. No me refiero a todos los caballos, solo a algunos. Casi siempre los reconozco. Lo llevo en la sangre, igual que los negros de las carreras y los entrenadores. Incluso cuando van solo al galope con algún negrito encima sé cómo descubrir a un ganador. Si me duele la garganta y me cuesta tragar, entonces ese es. Correrá como Sam Hill cuando lo sueltes. Y costará creer que no gane siempre, si no lo hace será porque algún otro le habrá hecho tapón o lo habrán empujado o habrá salido mal o algo así. Si quisiera ser jugador como el padre de Henry Rieback me haría rico. Sé que podría y Henry también lo dice. Lo único que tendría que hacer es esperar a que apareciera el dolor cuando viera algún caballo y apostar luego hasta el último centavo. Eso es lo que haría si quisiera ser jugador, pero no quiero.    Cuando estás en una pista por la mañana -no en las pistas de carreras, sino en las de entrenamiento, cerca de Beckersville- no ves caballos de este  tipo que digo muy a menudo, pero es agradable de todos modos. Cualquier purasangre que haya nacido sano de una buena yegua y entrenado por un hombre que sepa lo que hace, puede correr. Si no, ¿qué iban a hacer ahí en lugar de estar tirando de un arado?                                                       
Bueno, pues salen de los establos con los chicos sobre el lomo y es hermoso estar allí. Uno se encoge en lo alto de la barrera y siente un cosquilleo aquí adentro.En las cabañas los negros ríen y cantan. Se fríe tocino y se hace café. Todo huele a las mil maravillas. Nada tiene un aroma igual al del café, el estiércol, los caballos, el tocino frito y una pipa fumada al aire libre en una de esas mañanas. Todo eso se atrapa, eso es lo que pasa.
   Pero volvamos a Saratoga. Estuvimos  allí seis días y no nos vio ni un alma de nuestro pueblo.Todo fue como queríamos, buen tiempo, buenos caballos, buenas carreras y todo. Emprendimos el camino de vuelta a casa y Bildad nos dio una cesta con pollo frito, pan y otras cosas de comer, y cuando estuvimos de regreso en Beckersville, a mí aún me quedaban dieciocho dólares. Mi madre lloraba y no paraba de hablar pero papá no dijo mucho. Les conté todo lo que hicimos, excepto una cosa. Aquello lo hice y lo vi solo. Y sobre eso escribo. Me dejó muy desconcertado. Pienso en ello todas las noches. Ahí va.
   En Saratoga, pasábamos la noche tumbados en el forraje de la cabaña que Bildad nos había indicado, comíamos temprano con los negros y luego por la noche, cuando la gente de las carreras ya se había ido. Los hombres de nuestro pueblo se quedaban en la tribuna y en la zona de apuestas, y no pisaban los lugares donde se guardaban los caballos a excepción de los corrales, justo antes de la carrera, cuando se los encasilla. En Saratoga,  no tienen corrales techados como en Lexington, Chuerchill Downs, sino que ensillan a los caballos en un campo abierto bajo los árboles, sobre un césped tan suave y mullido como el jardín de Banker Bohon aquí en Beckersville. Es precioso. Los caballos sudan, nerviosos, y brillan; allí están los entrenadores, y los propietarios, y el corazón late tan fuerte que apenas se puede respirar. 
 Entonces la corneta toca a sus puestos y los muchachos que van a participar salen corriendo con sus trajes de seda y tú tienes que correr también para hacerte con un lugar en la valla junto a los negros.
   Yo sigo queriendo ser entrenador o propietario, y aun a riesgo de que me sorprendieran y me mandaran de vuelta a casa, antes de cada carrera iba a los corrales. Los demás no hacían, pero yo sí.
   Llegamos a Saratoga un viernes y el miércoles de la semana siguiente se corría el gran Handicap Mullford. Middlestride iba a participar y Sunstreak tambén. El tiempo era ideal, y la pista estaba en óptimas condiciones. La noche anterior no pude dormir.
   Sucedía que ambos caballos eran de los que me hacían un nudo en la garganta. Middlestride es largo, castrado y de aspecto torpe. Pertenece a Joe Thompson, un pequeño propietario de nuestro pueblo que solo tiene media docena de caballos.El Handicap Mullford es de una milla y a Middlestride le cuesta arrancar. Comienza despacio y a mitad de carrera siempre va detrás, pero entonces se ec ha a correr y si la prueba durara una milla y cuarto se los merendaría a todos.
   Sunstreak es distinto. Es un semental nervioso y pertenece a la mayor granja de nuestra región, la Van Riddle, propiedad del señor Van Riddle de Nueva York. Sunstreak es como una de esas chicas en las que uno piensa pero a las que nunca ve. Tiene un cuerpo firme pero precioso. Cunado le miras la cabeza te dan ganas de besarlo. Lo entrena  Jerry Tillford, que me conoce y se ha portado bien conmigo en infinidad de ocasiones, me deja entrar en el establo de un caballo  para observarlo de cerca y cosas así. No hay nada más hermoso que ese caballo. Se queda junto al poste tranquilo y sin chistar, pero por dentro es puro fuego. Y cuando se levanta la barrera sale como su nombre, Sundtreak, Rayo de Sol. Duele mirarlo. Hiere. Sencillamente corre y manda como un perdiguero. No he visto a ninguno correr como él excepto a Middlestride cuando arranca y se espabila.
   ¡Uau! Me moría de ganas de ver la carrera y a ese par de caballos compitiendo. De ganas y también de miedo. No quería ver derrotado a ninguno de los dos. Los de nuestras tierras nunca habían enviado un par de animales como aquellos a las carreras. Lo decían los viejos y los negros también . Era un hecho.
   Antes de la carrera fui a los corrales para verlos. Le eché un último vistazo a Middlestride, que en el corral no impresiona demasiado y luego fui a ver a Sunstreak.
   Aquel era su día. lo supe en cuanto lo vi. Me olvidé por completo de que nadie debía verme y avancé. Todos los hombres de Beckersville estaban allí, pero nadie advirtió mi presencia, a excepción de Jerry Tillford. Él me vio y entonces sucedió algo. Se lo voy a contar. 
Yo estaba ahí, de pie, mirando aquel caballo con una sensación dolorosa. En cierto modo, no sabría decir cómo, sabía exactamente cómo se sentía Sunstreak. Estaba tranquilo y dejaba que los negros le frotaran las patas y que el propio señor Van Riddle lo ensillara, pero por dentro era un torrente embravecido. Era como el agua del río justo antes de precipitarse por las cataratas del Niágara. Aquel caballo no pensaba en correr, no necesitaba pensar en eso. Pensaba tan solo en contenerse hasta que llegara el momento de correr. Yo lo sabía. En cierto sentido, podía ver su interior. Iba a hacer una carrera fabulosa y yo lo sabía. No hacía alardes ni relinchaba, tampoco se encabritaba ni armaba ningún escándalo, simplemente esperaba. Yo lo sabía y Jerry Tillford, su entrenador, también. Alcé la vista y aquel hombre y yo nos miramos a los ojos. Y entonces me ocurrió algo.Supongo que amaba a ese hombre tanto como al caballo porque sabía lo mismo que yo. Mer pareció que en el mundo no había más que aquel hombre, el caballo y yo. Grité y a Jerry Tillford le brillaron los ojos. Luego me alejé hasta la valla para esperar la carrera. el caballo era mejor que yo, tenía mayor templanza y, ahora lo sé, también era mejor que Jerry. Estaba más tranquilo que ninguno y eso que era él quien tenía que correr.
   Sunstreak llegó en primer lugar, claro, y pulverizó el récord mundial de la milla.  Aunque nunca vea nada más, al menos habré visto aquello. Todo salió como yo esperaba. Middlestride se rezagó en la salida, partió de lejos y se acercó hasta el segundo puesto, tal y como yo sabía que iba a suceder. Algún día él también conseguirá un récord del mundo. En cuestión de caballos nadie gana a los de Beckersville.
   Presencié la carrera con serenidad, porque sabía lo que iba a pasar. Estaba seguro. Hanley Turner, Henry Rieback y Tom Tumberton estaban todos más nerviosos que yo.
   Me sucedió una cosa curiosa. Pensé en jerry Tillford, el entrenador, y en lo feliz que era durante la carrera. Aquella tarde lo quise más de lo que jamás había querido a mi padre. Casi me olvidé de los caballos de tanto pensar en él. Fue a causa de lo que vi en sus ojos cuando estaba de pie junto a Sunstreak antes de la carrera. Yo sabía que Jerry Tillford había cuidado y entrenado a Sunstreak desde que no era más que un potrillo, le había enseñado a correr y a tener paciencia, cuándo debía soltarse y que no había que rendirse jamás. Comprendí que la carrera significaba par él lo mismo que para una madre contemplar a su hijo en un acto de grandeza o valentía. era la primera vez que yo sentía eso por un hombre.
   Aquella noche después de la carrera me separé de Tom, Hanley y Henry. Quería hacer la mía y estar cerca de Jerry Tillford, si podía. Y esto es lo que sucedió.
   La pista de Saratoga está cerca del límite de la ciudad. En ese lugar está todo reluciente, hay árboles de hoja perenne, césped, y lo tienen todo pintado y lustroso. Si se va más allá de la pista se llega auna carretera  de asfalto para automóviles, y si se sigue esa carretera durante unas pocas millas hay un desvío que lleva hasta una granja de aspecto descuidado situada en medio de un campo.
   Aquella noche caminé por esa carretera porque había visto a Jerry y a algunos otros tomando aquel camino en un automóvil. No esperaba encontrarlos. Caminé un tramo y luego me detuve en una valla a pensar. Esa  era la dirección que había tomado.Quería estar lo más cerca posible de Jerry. Sentía que estaba cerca. Casi al momento tomé por el desvío -no sé por qué- y llegue a aquella extraña granja. Sentía la soledad de no ver a Jerry, igual al deseo de un niño que por la noche quiere ver a su padre. Justo entonces apareció un automóvil y tomó la curva. En él iban Jerry y también el padre de  Henry Rieback, que discutió con ellos y dijo que él no se metía allí. Eran solo las nueve de la noche pero estaban todos borrachos y resultó que la granja era un antro de mujeres de mala vida. Eso es lo que era. Me acerqué con sigilo al cercado, miré por la ventana y observé.
   Y eso fue lo que me puso mal. No consigo entenderlo. Las mujeres de la casa eran todas feas, malhumoradas, no daban ganas de mirarlas ni de estar con ellas. Además eran poco agraciadas, excepto una que era alta y se parecía un poco al castrado Middlestride, pero no tan limpia y con una boca fea y severa. Tenía el cabello rojo. Lo veía con toda claridad. Me encaramé a un viejo rosal junto a una ventana abierta y miré. vestidos sueltos y estaban sentadas en sillas repartidas por la habitación. Los hombres entraron y varios se sentaron en la falda de las mujeres. El lugar olía a podrido y la conversación era también de asco, el tipo de charla que un chico puede escuchar cerca de los establos en una ciudad como Beckerville en invierno pero jamás espera oír cunado hay mujeres. era asqueroso. un negro jamás hubiera entrado en un lugar como aquel.
   
Miré a Jerry Tillford. Ya les he contado lo que sentía por él tras haber comprendido que también él sabía lo que pasaba por la mente de Sunstreak un minuto antes de que lo llevaran a la salida de la carrera en la que batió un récord mundial.
   Jerry presumía en aquel antro de malas mujeres como sé que jamás Sunstreak lo hubiera hecho. Decía que él había formado a aquel caballo, que era él quien había ganado la carrera y había batido un récord mundial. Mentía y se pavoneaba como un loco. Nunca oí palabras más estúpidas.
   Y entonces, ¿qué imaginan que hizo? Miró a la mujer que estaba allí, la delgada de la boca severa que se parecía un poco al castrado Middlestride, pero que no era tan limpia como él, y sus ojos comenzaron a brillar igual que habían brillado cuando me miró a mí y luego miró a Sunstreak aquella tarde en los corrales de la pista. Me quedé en la ventana -¡caray!- pero ojalá no me hubiera alejado de la pista ni de los chicos, los negros y los caballos. La alta y marchita mujer estaba entre nosotros al igual que Sunstreak aquella misma tarde, en los corrales.
   Entonces, en ese preciso instante, comencé a odiar a aquel hombre. Me dieron ganas de irrumpir en la habitación y matarlo allí mismo. Jamás me había sentido así. Estaba tan fuera de mí que lloraba, y cerraba los puños con tanta fuerza que las uñas se me clavaban en la piel.
   Y los ojos de Jerry seguían brillando, y se mecía adelante y atrás, y entonces besó a aquella mujer y yo me largué con sigilo y regresé a las pistas y a la cama y casi no dormí nada. Al día siguiente convencí a los chicos para que regresáramos a casa y nunca les conté nada de lo que vi.
   Desde entonces no dejo de pensar en ello. No logro entenderlo. Vuelve a ser primavera, estoy a punto de cumplir dieciséis años y por la mañana voy a las pistas como siempre, veo correr a Sunstreak y a Middlestride y a un potro nuevo llamado Strident que apuesto los va a superar a todos, aunque nadie lo crea salvo yo mismo y dos o tres negros.
   Pero las cosas son distintas. En las pistas el aire ya no sabe tan bien. Y es porque un hombre como Jerry Tillford, que sabe lo que hace, pudo ver correr a un caballo como Sunstreak y besar a una mujer como aquella el mismo día. No logro entenderlo. ¡Que lo zurzan! ¿Por qué habrá querido actuar así? No dejo de pensar en ello y eso me arruina la contemplación de los caballos, el olor de las cosas, la risa de los negros y todo lo demás. A veces me enfado tanto que me dan ganas de pelearme con alguien. Me pone enfermo. ¿Por qué lo hizo? Quiero saber por qué.

Sherwood Anderson, Cuentos reunidos, Lumen 2009                                
   

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